Lectura: Lucas 9:51-56
El momento culminante de la misión de Jesús se acerca. Él se dispone a viajar a Jerusalem. Y dice La Escritura que afirma su rostro para hacerlo. Está determinado, Él no escapa al cumplimiento de aquello a lo que ha venido: dar su vida por nosotros.
Dos grupos de personas entorpecen, por decirlo de alguna manera, el propósito del Señor.
Los samaritanos, que se niegan a recibir a Jesús por dirigirse a Jerusalem. Aún no entienden que Jesús trasciende esas discusiones. Jesús vino a permitir que los hombres podamos adorar al Padre, sin distinguir entre judíos, samaritanos o gentiles.
Los otros que actúan mal, y por eso son reprendidos, son Jacobo y Juan. ¡Quieren destruir la ciudad!
¿No han aprendido que los valores del Reino de Cristo son el perdón, la misericordia, y la gracia? ¿No han sido ellos, los despreciados, alcanzados por esa misma gracia y llamados a seguir al Rey? ¿Cómo pueden no entender que el idioma del Reino es el amor?
Nunca, nadie, es mi enemigo.
Entender la misión de Jesús, lo que Él vino a hacer por nosotros, produce en nosotros gracia y misericordia que podemos extender a los demás.
A Abraham Lincoln le criticaban por ser demasiado cortés con sus enemigos, y le recordaban que nuestro deber es acabar con ellos. » ¿Y no acabo yo con mis enemigos -dijo- cuando los hago mis amigos?»
Como dice W. Barclay: “Aunque alguien esté completamente equivocado, no debemos considerarle un enemigo al que tenemos que destruir, sino como un amigo extraviado al que tenemos que recuperar con amor.”
Entender la misión de Jesús, lo que Él vino a hacer por nosotros, produce en nosotros gracia y misericordia que podemos extender a los demás.
PARA PENSAR: ¿Cómo se manifiesta la gracia que hemos recibido de Jesús en nuestro ver a los demás?