Lectura: Lucas 12:4-7
El pasaje que leemos hoy forma parte de la enseñanza del Señor que comenzamos a leer en la entrega anterior, donde aprendíamos que Dios no puede ser engañado (como pretendían hacer los fariseos).
Inmediatamente después de eso el Señor le dice a la multitud: “No teman a estos, que les imponen cargas sin sentido, que intentan gobernarlos infundiendo miedo, que se aprovechan de ustedes. Dios es el único digno de ser temido”
Los líderes religiosos imponían a la gente una fe en Dios basada en el temor. Quién infringía la ley era objeto de la ira de estos celosos creyentes. Así y todo, lo más terrible que podían hacer a una persona era matarla (¿cuántos creyentes como Esteban fueron apedreados hasta la muerte injustamente?). Pero Jesús les dice, solo pueden matar tu cuerpo (y eso es terrible) pero no tu alma.
¿A quién tememos? Tememos a Dios.
Y este temor no es el miedo que paraliza. Es un temor basado en la confianza. Nada sucede en este mundo sin que Dios lo permita. Él cuida de nosotros. Él está en control absoluto y soberano de toda circunstancia. Sí, de toda.
Y entonces, aún en el sufrimiento y la persecución, sabernos amados es nuestra seguridad y el ancla de nuestro corazón.
Y entonces, aún en el sufrimiento y la persecución, sabernos amados es nuestra seguridad y el ancla de nuestro corazón.
Él nos salvó, y aseguró nuestro destino: estar con Él por la eternidad. Solo a Él temo, a nada ni nadie más.
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PARA PENSAR: ¿A qué tememos? ¿Qué produce angustia e inquietud en nuestro corazón? Confía, eres suyo.